El proyecto propone estéticas opuestas, diferenciadas por una trama divida en dos partes. La primera, el encierro de Elsa en la prisión de hombres. Un espacio claustrofóbico, con luz escasa, que provoca una sensación latente de violencia, enigma y sufrimiento. Una atmósfera que nos remite a la última etapa de la pintura de Goya, su Epoca negra, y también al simbolismo de Querelle, película del director alemán Rainer Werner Fassbinder.

Esta parte también narra el principio de la relación de Yena y Ayméric. Un paralelismo que oxigena la estructura y permite al espectador salir de la opresión de la cárcel para ir a Corea del Sur, visualmente inspirada en Blade Runner de Ridley Scott. Para efectos prácticos, nuestro coproductor minoritario coreano se encargará de armar la unidad de producción y rodaje local. El financiamiento vendrá de la mano de la Seul Film Commission.

La segunta mitad es el paso de la sombra a la luz, de la oscuridad de la prisión a los exteriores de París, con una Elsa que por fin puede continuar con su tratamiento de hormonas, transformándose física y psicológicamente, y recomponiéndose a sí misma. Es la historia de una búsqueda y a la vez, un regreso a la mujer sublime que fue en el pasado. Una reafirmación de su propia identidad, acompañada por la oportunidad de abrirse emocionalmente con el resto. Un giro en la historia al opuesto, como ocurre en Mullholand Drive de David Lynch, pero en sentido inverso.

Con una estética que emula a In the Mood for love, obra maestra de Wong Kar Way, París se transforma en la ciudad del amor ante los ojos de la protagonista. Es primavera. La luz y los colores son cálidos, el tono dorado se impone. Mientras Elsa y Ayméric lidian con sus sentimientos, enamorados, pero cuestionadores, en la película se insala una atmósfera de amor imposible que termina en un triángulo ambiguo entre Elsa, Yena y su esposo francés. Finalmente, la calidez es atravesada por la fatalidad.